Acabo de leer un cuento corto que
cuenta una historia, como todo cuento que se precie, de inmigrantes.
De aquellos que a mediados de los años 50 se fueron a América
buscando una vida mejor. Algunos la encontraron otros no. Estos, los
del cuento venían de Italia, y llegaron a la Argentina. Fueron a
parar a un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde las cosas no
fueron fáciles.
A mi me fascinan las historias de
inmigrantes, no sólo por que mis abuelos lo fueron en la Argentina y
por que yo también lo soy aquí sino por que cuentan historias
profundas, humanas, verdaderas,sin maquillaje. Hablan de
sentimientos, de amores de nostalgias y nos cuentan sus miserias sin
vergüenza. Prestan su nombre, su cara y su piel para vestir a un
personaje que a veces logra huir de su destino y otras no hace más
que acercarse inexorablemente a el.
Los del cuento, no eran muy felices.
Más bien deja la historia un sabor amargo, una sombra triste de
aquel que no encontró lo que buscaba, y se envuelve en la nostalgia
y solo ve como su vida pasa...
La de mis abuelos es una historia
bonita, larga y nutrida. Claro que hubo tristezas y nostalgias.
Cuando se deja la tierra de uno para vivir en otra, se lleva la
propia dentro para siempre. Se llevan los amores, los amigos la
familia. Se lleva en el corazón todo aquello que uno dejó cuando se
embarcó hacia el nuevo destino.
Nuestra migración hoy es otra, bien
distinta de aquellas. La nuestra es una migración de Internet,
teléfonos móviles, whatsapp, y todo aquello que acerca las caras y
las voces amadas en segundos.
La nuestra es una migración de lujo.
Pero aún así encontrar el camino no
es fácil, menos aún en estos tiempos donde las aguas bajan turbias
para todos.
No me estoy quejando, ojo, solo estoy
mirando a mi alrededor. Veo o me cuentan que Juan se volvió y no
está contento otra vez allí. Que Jordi – que es de aquí, huelga
la aclaración- emigró a Francia. Y que tantos otros que uno conoció
aunque sea circunstancialmente se ha vuelto a casa.
Por un momento me invade la tristeza de
todos los sueños rotos de tantos Juanes y Jordis que hoy vuelven a
buscar su camino en otro sitio, buscando su casa en otra casa.
Ayer en la milonga del domingo, ni bien
entré en la sala donde hacemos la clase, abrí las ventanas para que
entrara el aire, quería sentir la brisa del mar, hacía calor y con
los últimos reflejos del sol el mar se veía increíble. Los rayos
del sol se colaban entre las nubes y el mar tenía ese color
tormentoso, ese aspecto que da miedo si estás dentro pero que es un
espectáculo estupendo si lo ves desde la ventana del primer piso
desde la vereda de enfrente y estás bailando un tango.
Se puede pedir más?