lunes, 29 de abril de 2013

La tristeza


Era una tristeza tan sólida que casi podía tocarse. Estaba hecha de ilusiones rotas contra una realidad incontestable. Una realidad que no dependía de su voluntad, una realidad que le ganaba la pulseada como si del otro lado de la mesa se hubiera sentado un luchador de sumo.

Como cuando un coche choca de frente contra una pared. Destrucción total. No importa cuanto intentemos planchar la chapa o reconstruir las piezas. Se ha roto, sus tripas están al aire, expuestas desparramadas por el asfalto, ya no funciona y no lo hará por más que lo llevemos al mecánico.

Decidió moldearla como arcilla. La tomó entre sus manos, y la amasó cariñosamente como hacen los artistas con sus obras. La dio vueltas entre sus manos y y su mente hasta que consiguió empezar a darle forma. Y vió que tenía una forma humana que no era la suya. Vio como iba tomando su propia forma, su tamaño y sus colores. Y cuando la imagen se hizo clara, vio que estaba hecha de sus propios recuerdos, de sus dolores y sus miedos, sus prejuicios y sus dudas y su propio miedo a sufrir. Los del otro. Por una vez todo esto no le pertenecía. Y tampoco podía hacer nada para repararlo.

Separó la masa en dos, y ahora tomó su propia tristeza entre sus manos y la amasó dulcemente aderezada con sus lágrimas saladas, con su desconcierto, y su sorpresa y descubrió que se sentía inmensamente triste por no poder hacer nada. Se quedó mirando las tripas al aire. Se quedó mirando la tristeza grande con forma de otro y se volvió hacia la suya con forma de manos abiertas pero vacías y sin posibilidad de dar respuestas.

Es duro aceptar que a veces no puedes hacer nada. No son tus tripas.

Se sentó a respirar profundo, tenía que aprender a ser un espectador pasivo ante las tripas.

Todo un desafío para alguien acostumbrado a hacer, a cargarse la mochila al hombro y a remar contra corriente.

Se hizo un te, se sentó, cerró los ojos y decidió darse tiempo para aceptar con sabiduría aquello que no podemos cambiar ahora que ya estaba aprendiendo a reconocer la diferencia.

lunes, 22 de abril de 2013

Como una siesta de verano


Hay momentos de la vida que se parecen a esas tardes de verano de mi infancia...

estás pensando que todo sigue igual, que nada cambia, que nada sucede. Estás como en una tarde de verano que se hace eterna, y el calor abrasador de la hora de la siesta

En aquellas tardes solo rompía la monotonía el grito del heladero, ese señor que cada día a la misma hora pasaba en bicicleta empujando su carro nevera, vendiendo helados. La mejor parte de la tarde era correr a la puerta a comprarle el palito de chocolate. Eso cuando mi madre nos dejaba ,que claro no era cada día, pero la expectación estaba allí, la posibilidad cada tarde de disfrutar de un helado de chocolate. Una dulce rutina que rompía la rutina de la interminable tarde de calor sofocante y silencio de siesta.

A veces la vida se parece a esto, hasta que algo al igual que el señor de los helados viene a traer un sabor dulce, fresco y agradable.

Algo viene a rasgar la calma de la siesta. Y de repente la calma se hace bullicio, y la siesta se hace fiesta, y todo lo que era, ahora es otra cosa.

Como si hubieras estado durmiendo a oscuras y de repente alguien enciende la luz.

A veces tanta luz enceguece, toma tiempo acostumbrarse y los ojos parpadean hasta que pueden volver a enfocar y ver el cuadro.

Pero sobre todo necesitas que el agua fría corra por tu cuerpo desde tu cabeza, que empape tu cara, enfríe tu nuca, y recuperes todos tus sentidos.

Es un camino nuevo, no conoces el trazado, no sabes donde están las curvas, los puentes, los desvíos y los altos por cruce de vías. Habrá que estar atentos, mirar bien las señales, y empezar a crear el nuevo mapa, para recorrerlo sin perderse y disfrutar del recorrido.

lunes, 1 de abril de 2013

Punto de partida


Desde la más absoluta miseria, desde donde no hay nada que perder nacen los artistas.

Y también desde allí toman forma los sueños.

Desde ese punto muerto donde a veces te encuentras en tu vida, en el que temes mover algo y que toda la estructura se caiga.

Y de pronto te despiertas un día con la sensación de que si no lo intentas igual lo perderás todo.

Y te das cuenta de que no quieres perder.

Y que la estructura no se caerá, a lo sumo se moverá un poco y encontrará su equilibrio otra vez.

Y entonces cuando te atreves a pensar en dar el paso, te das cuenta de que puedes. Y te emocionas, y te alegras y tu corazón late más fuerte más rápido. Es un punto de partida.

Es el final de un camino y el comienzo de otro.

Sólo hay que ponerse el calzado adecuado y saber que tropezar es normal y aún caerse, siempre pensando en levantarse y sin perder de vista el objetivo: llegar a la meta.