Era una tristeza tan sólida que casi
podía tocarse. Estaba hecha de ilusiones rotas contra una realidad
incontestable. Una realidad que no dependía de su voluntad, una
realidad que le ganaba la pulseada como si del otro lado de la mesa
se hubiera sentado un luchador de sumo.
Como cuando un coche choca de frente
contra una pared. Destrucción total. No importa cuanto intentemos
planchar la chapa o reconstruir las piezas. Se ha roto, sus tripas
están al aire, expuestas desparramadas por el asfalto, ya no
funciona y no lo hará por más que lo llevemos al mecánico.
Decidió moldearla como arcilla. La
tomó entre sus manos, y la amasó cariñosamente como hacen los
artistas con sus obras. La dio vueltas entre sus manos y y su mente
hasta que consiguió empezar a darle forma. Y vió que tenía una
forma humana que no era la suya. Vio como iba tomando su propia
forma, su tamaño y sus colores. Y cuando la imagen se hizo clara,
vio que estaba hecha de sus propios recuerdos, de sus dolores y sus
miedos, sus prejuicios y sus dudas y su propio miedo a sufrir. Los
del otro. Por una vez todo esto no le pertenecía. Y tampoco podía
hacer nada para repararlo.
Separó la masa en dos, y ahora tomó
su propia tristeza entre sus manos y la amasó dulcemente aderezada
con sus lágrimas saladas, con su desconcierto, y su sorpresa y
descubrió que se sentía inmensamente triste por no poder hacer
nada. Se quedó mirando las tripas al aire. Se quedó mirando la
tristeza grande con forma de otro y se volvió hacia la suya con
forma de manos abiertas pero vacías y sin posibilidad de dar
respuestas.
Es duro aceptar que a veces no puedes
hacer nada. No son tus tripas.
Se sentó a respirar profundo, tenía
que aprender a ser un espectador pasivo ante las tripas.
Todo un desafío para alguien
acostumbrado a hacer, a cargarse la mochila al hombro y a remar
contra corriente.
Se hizo un te, se sentó, cerró los
ojos y decidió darse tiempo para aceptar con sabiduría aquello que
no podemos cambiar ahora que ya estaba aprendiendo a reconocer la
diferencia.