El olor a lluvia, a tierra mojada, a
naturaleza fresca penetró por mi nariz, llegó al cerebro y allí
desató una tormenta de sensaciones.
Los días de lluvia de mi infancia
vinieron a mi encuentro, vivíamos en una casa con jardín y cuando
llovía toda la casa olía a pasto mojado. Y luego recuerdos más
nuevos, más cercanos también se hicieron hueco en la imagen y en la
lluvia de sensaciones que me trajo la lluvia que caía suavecita,
sobre mi calle llena de árboles en plena explosión primaveral.
Esa lluvia mansa, que apenas si hace
ruido al caer, como un toquecito seco, como cuando sigues el ritmo de
la música con un dedo en la mesa de un bar.
Mi calle estaba especialmente
iluminada y tapizada de puestos de feria que le daban un aspecto más
mágico, un aire de fiesta alegre y animada, con olor a queso del
bueno y a jabones artesanales y a artesanías que no huelen pero se
tocan y se lucen en el cuerpo y en la piel.
Las luces, la lluvia, los olores que
despiertan los sentidos, disparan los recuerdos y nos llevan de
repente a otro tiempo y otro escenario.
La llave grande la del portal de abajo
me devolvería a la realidad pero para mi sorpresa ya dentro de mi
casa, con las ventanas abiertas el olor a lluvia lo invadió todo y
seguí dentro de la niebla de emociones y la magia de la feria de mi
calle allí abajo.
Respiré hondo muy hondo para no
perderme nada. Respiré muy hondo para que me llegara este oxígeno
puro a todas las células de mi cuerpo, para limpiar mi mente, y para
aquietar el espíritu.
Me sentí plena, cerré las ventanas
que empezaban a golpearse con el viento y me senté a escribir.
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